Los caños de Meca era el objetivo de este viaje. La primera vez que estuve allí fue hace tanto tiempo que apenas recuerdo nada. Es hora de volver y averiguar por que se ha convertido en casi una leyenda en la costa.

Cogí el coche un sábado por la mañana y conduje durante una hora desde el Puerto de Santa María hasta llegar a esta playa casi virgen que va desde el cabo de Trafalgar hasta Zahora, siendo la parte costera del Parque Natural de la Breña y las Marismas de Barbate. Apenas viven empadronadas en esta pedanía 300 personas.

Aparqué en el margen de la carretera después de dar varias vueltas sin éxito en busca de aparcamiento por la zona urbanizada. Bajé del coche, me acoplé la mochila, la toalla y demás pertrechos para un día de playa y sol y atravesé la franja arbórea de unos cien metros de ancho que se extiende a lo largo de este litoral. Dejé atrás la sombra de los árboles y tras caminar por las dunas alcancé el mar donde me mojé la cabeza y los pies con cierta desgana, motivado más bien por cumplir con el ritual que se espera de este día de verano. Y fue al darme la vuelta cuando la vi; frente a mi, protegiendo la costa, resguardándola. Era una montaña formidable de arena cubierta por una densa capa verde iridiscente gracias a la luz del sol del verano sobre los pinos. Entonces me vino a la mente un artículo donde explicaba un fenómeno llamado timidez botánica y que consiste en que las copas de los árboles no llegan a tocarse pese a estar muy cerca unos de otros. Es como si en un vagón de metro en hora punta, todos los viajeros tuvieran la habilidad de moverse al unísono en cada curva sin llegar a tocarse. Pues bien en la montaña que estaba viendo había de todo menos timidez, parecía más bien una congregación de arboles que se abrazan, entrelazan y se montan a caballito, por que apenas se podía ver el suelo arenoso sobre el que estaban enraizados. Tenía que ir allí.

No lo dudé, dejé a un lado los esquemas mentales que me situaban hasta el anochecer en los Caños de Meca, y mis piernas des hicieron el camino hasta llegar al coche.

Siguiendo la intuición logré tomar una carretera, la A-2233 que subía por aquella magnifica montaña que tanta vitalidad me transmitía y que conecta los Caños de Meca con Barbate. No me decepcionó, el verde vigoroso de los pinos se mostraba a derecha y a izquierda de la carretera. No había tráfico así que pude ir tan despacio como quise y paré aquí y allá para hacer unas fotos que no lograban transmitir la vitalidad que trasmitía el entorno. A pesar de ser la primera vez que estaba allí, era como volver a casa.

Al conducir tan despacio no me pasó desapercibida una salida a la izquierda cuya única indicación era Área recreativa, 500 metros. Asomé la cabeza y observé la carretera rural era estrecha y presentaba bastantes baches. Pero me podría conducir a quien sabe donde. Sonreí y tomé la salida.

Las raíces de los arboles habían levantado el asfalto invitándome a conducir en zigzag. A ambos lados aparecían senderos que se perdían entre los pinos y las dunas. Una casa surgió a la izquierda junto con un espacio amplio para aparcar. Resultó ser el Área Recreativa indicada en el desvío, cuyo nombre es El Jarillo. Me detuve a echar un vistazo. La entrada estaba flanqueada por unos eucaliptos de más de veinte metros de alto. La luz del sol, a esa hora de la tarde, encendía las praderas convirtiéndolas en un paisaje bucólico. Caminé, me tumbé. Olisqueé algunas flores y siguiendo mi intuición que me decía que aún había mas sorpresas esperándome, regresé al coche y continué adentrándome en las entrañas de aquella montaña dorada y verde.

Fue así como me topé con San Ambrosio, un conjunto de casas y cortijos desparramados sobre una loma. Esta aldea era pedanía de Barbate pese a encontrarse a unos 8 kilómetros de distancia del mismo. Sin indicaciones que la sitúen en el mapa, por lo menos desde la carretera, sólo llegan quienes la conocen o quienes escuchan su sutil y discreta llamada, como fue mi caso.

Cinco niños en bicicletas me dieron la bienvenida al estilo de verano azul en el único tramo adoquinado de toda la aldea. Continué unos cientos de metros más observando las casas de campo de lo más dispares y cuando me di cuenta, las casas fueron sustituidas por campos de labranza. Estaba fuera de San Ambrosio. En los campos segados aún permanecían las alpacas como asientos ecológicos desde donde disfrutar de manera cómoda del atardecer.

¿Dónde está el centro del pueblo? Me pregunté. Di la vuelta y fui en dirección contraria tratando en vano de localizar alguna torre de iglesia u otro indicativo que me orientara para llegar al corazón social de San Ambrosio. Después de varias idas y venidas me di por vencido y comprendí que no existía. La identidad de aquel lugar no residía en una plaza o iglesia sino en la ausencia de las mismas y su trazado azaroso creado por la suma de iniciativas individuales a la hora de construir su hogares.

Aparqué el coche y cámara en mano, me encaminé hacia la cumbre de la colina, un campo de girasoles que dominaba el pueblo y en cuya cúspide se encuentra un viejo molino. Al tomar el camino que parecía más directo me encontré con una amazona sexagenaria a lomos de su caballo.

Clarise, según me contó, había llegado a San Ambrosio veinte años atrás, se había enamorado de la tranquilidad del lugar y había adquirido una casa donde poder dedicarse a su pasión por los caballos con los que paseaba casi a diario.

—Esto ya no es lo que era. Muchos extranjeros están comprando cortijos aquí o terrenos para construir sus casas. Se está poniendo de moda —me dijo apesadumbrada.

‑Ha!, no te vallas sin conocer el Palomar de la Breña, es uno de los más grande del mundo. Añadió.

He de decir que no soy muy fan de la crianza de las palomas pero tras varios intentos fallidos de alcanzar el molino que se hallaba en medio del campo de girasoles vallado en su totalidad, decidí dar una oportunidad al famoso palomar, uno de los pocos reclamos turísticos de la zona.

Siguiendo las indicaciones de Clarise, tras kilometro y medio de camino polvoriento di con el hotel El Palomar de la Breña. Un cortijo reformado y convertido en hotel rural con gran acierto y buen gusto, desde cuyo interior se accede manera gratuita al famoso palomar.

 El nombre original de esta hacienda del siglo XVII fue El cortijo de la porquera y fue concebido para surtir de provisiones a los barcos que realizaban travesías oceánicas rumbo a América con la carne de las palomas, (con más de 7.000 nidos disponibles, la producción de pichones era formidable) con guano para hacer pólvora para los fusiles y con cerdos, de ahí su primer nombre. Es una construcción no visible desde el mar algo de suma importancia en aquella época pues de este modo evitaban el ataque de los piratas, que realizaban incursiones por la noche para realizar robos y secuestros.

 

El palomar es una construcción desprovista de tejados, formada por una serie de pasillos estrechos de once metros de largos y varios de alto que es donde se localizan las hornillas (nidos) para las parejas de palomas torcaces.

 La sensación al entrar fue desconcertante, tal vez por que nunca había visto un palomar. Lo cierto es que por un lado el lugar desprendía cierto aire sinestro en parte por las oquedades minimalistas en las paredes que eran los nidos, pues me parecían la morgue de una extraña y diminuta civilización desconocida hasta la fecha, y por otro era una experiencia divertida pues a fin de cuentas era una construcción de lo más original hecha a escala de nuestros jugosos y alados mensajeros que parecían encantadas de tener sus nidos en un espacio seguro y sin techos para poder entrar y salir volando a su antojo.

 Al terminar la visita me encaminé a la cafetería del hotel. Me había enterado que el señor detrás de la barra era el dueño de todo aquello. Estaba impaciente por escuchar en tono apasionado como había creado aquel proyecto. Me imaginaba una historia épica llena de anécdotas. Pero el tipo respondía con monosílabos a mis preguntas. Al cabo de un par de minutos deje a un lado mi interrogatorio y reculé hasta una mesa al fondo de la cafetería donde me tomé el café. Aproveché para ojear las fotos en la cámara y apuntar en mi cuaderno el relato de las vivencias acaecidas hasta ese momento.

 Al salir de la cafetería me topé con Rosa, una chica que vivía en San Ambrosio y que trabajaba en el hotel.

 ‑Realmente aquí hay afluencia de clientes durante todo el año, no sólo durante el verano. —Me comentó —La gente se acerca buscando tranquilidad, dar paseos por el campo…

 Comenzaba a oscurecer. Hice un par de fotos más y regresé a San Ambrosio en cuyo bosque de pinos estaba sintiendo el impulso de pasar la noche.

La ancha copa del pino, ocupando todo el marco de la ventana de mi vehículo, fue lo primero que ví al despertar. Salí fuera con el pijama puesto y el frescor de la mañana me saludó. Sonreí, estaba vivo.

     Huele a tierra húmeda, a bosque. De repente una brisa de aire fresco lo barre todo. El suelo está alfombrado por la aguja de los pinos, sin embargo lejos de pincharme los pies descalzos, descubro al caminar que el suelo está mullido pues debajo hay arena como la de un playa.

El sol toca las hojas de un arbusto frente a mi volviendo translucidas sus hojas, dotándola de un aura y dejando al descubierto sus nervios. Me acerco y paso la mano por encima acariciándolo. De este modo me cercioro que estoy despierto. Por si tengo dudas, un grupo de personas ríen con estrepito al otro lado del bosque, en el pueblo. Anoche ocurrió algo parecido, nada más acostarme después de una cena frugal a la luz de mi lámpara solar, comenzó una charla animosa a un volumen muy alto, algo tan propio de nosotros los españoles, sobre todo cuando estas conversaciones están regadas con cervezas, vinos…

Sin duda tiene que haber un bar cerca. Es hora de ver que se cuece por allí y de desayunar.

 Existen dos ventas en San Ambrosio, la Venta Luis y la Venta Canuto. Esta última se encontraba más cerca de mi y además disponía de una terraza soleada de lo más apetecible. Aparque el coche al otro lado de la carretera frente a la entrada bajo un árbol. El sol era más intenso de lo que pensaba. Había una mesa libre bajo una sombrilla. Pedí una tostada con tomate y un descafeinado al camarero.      A mi lado había una pareja tan cerca que tenía que hacer un esfuerzo por no enterarme de su discusión entorno a la distribución del plano de una casa. Un poco más allá había un grupo formado por 12 ciclistas cincuenteros de risa fácil que compartían conversaciones cruzadas entre ellos prácticamente a voces. El volumen subía más aún cuando alguno pensaba que la ocurrencia que había soltado no había sido escuchada en el pueblo de al lado. Pese a todo, me gustaba aquel jolgorio y la camarería que se profesaban.   

     El camarero regresó con la tostada de pan sobre la cual había dos rebanadas de tomate gruesas y contundentes como filetes. Aproveché para preguntarle por el tiempo que llevaba abierta la venta.

 —Miguel le puede informar mejor, es el dueño. Y señaló al interior de la venta donde había un hombre de cuarenta y tantos años, de pantalón negro y camiseta negra ceñida por la que asomaba una barriga.

     Miguel me contó que la venta la abrió en el año 1982 y sólo la cerraba una semana al año en Junio. Su padre era de allí también, al igual que su abuelo y su bisabuelo. Me confirmó de manera oficial que no había plaza, ni iglesia, ni tampoco tienda en el pueblo.

 —El Cigarrón viene por las tardes con su Jumper blanca (furgoneta) y trae de todo; espuma de afeitar, comida… Y también le puedes hacer encargos y te lleva lo que le pidas a tu casa.

 Con mi curiosidad y mi estómago satisfechos era hora de emprender la vuelta a casa. No tenía prisa de modo que decidí regresar por la ruta más larga. Había visto en la aplicación del móvil que la carretera rural que trascurría entre campos de labores a la que llegué casualmente el día anterior daba a Verger de la Frontera. Y desde allí podría tomar la A48 conocida como Autovía de la Luz.

     Todo un acierto. La carretera ascendía mostrando paisajes campestres desde los que se podía contemplar el mar. En el punto más alto me encontré con un parque eólico que ensombrecía un poco la belleza natural del entrono. Me conformé pensando que eran ventiladores gigantes instalados para refrescar los montes en verano.