La ancha copa del pino, ocupando todo el marco de la ventana de mi vehículo, fue lo primero que ví al despertar. Salí fuera con el pijama puesto y el frescor de la mañana me saludó. Sonreí, estaba vivo.
Huele a tierra húmeda, a bosque. De repente una brisa de aire fresco lo barre todo. El suelo está alfombrado por la aguja de los pinos, sin embargo lejos de pincharme los pies descalzos, descubro al caminar que el suelo está mullido pues debajo hay arena como la de un playa.
El sol toca las hojas de un arbusto frente a mi volviendo translucidas sus hojas, dotándola de un aura y dejando al descubierto sus nervios. Me acerco y paso la mano por encima acariciándolo. De este modo me cercioro que estoy despierto. Por si tengo dudas, un grupo de personas ríen con estrepito al otro lado del bosque, en el pueblo. Anoche ocurrió algo parecido, nada más acostarme después de una cena frugal a la luz de mi lámpara solar, comenzó una charla animosa a un volumen muy alto, algo tan propio de nosotros los españoles, sobre todo cuando estas conversaciones están regadas con cervezas, vinos…
Sin duda tiene que haber un bar cerca. Es hora de ver que se cuece por allí y de desayunar.
Existen dos ventas en San Ambrosio, la Venta Luis y la Venta Canuto. Esta última se encontraba más cerca de mi y además disponía de una terraza soleada de lo más apetecible. Aparque el coche al otro lado de la carretera frente a la entrada bajo un árbol. El sol era más intenso de lo que pensaba. Había una mesa libre bajo una sombrilla. Pedí una tostada con tomate y un descafeinado al camarero. A mi lado había una pareja tan cerca que tenía que hacer un esfuerzo por no enterarme de su discusión entorno a la distribución del plano de una casa. Un poco más allá había un grupo formado por 12 ciclistas cincuenteros de risa fácil que compartían conversaciones cruzadas entre ellos prácticamente a voces. El volumen subía más aún cuando alguno pensaba que la ocurrencia que había soltado no había sido escuchada en el pueblo de al lado. Pese a todo, me gustaba aquel jolgorio y la camarería que se profesaban.
El camarero regresó con la tostada de pan sobre la cual había dos rebanadas de tomate gruesas y contundentes como filetes. Aproveché para preguntarle por el tiempo que llevaba abierta la venta.
—Miguel le puede informar mejor, es el dueño. Y señaló al interior de la venta donde había un hombre de cuarenta y tantos años, de pantalón negro y camiseta negra ceñida por la que asomaba una barriga.
Miguel me contó que la venta la abrió en el año 1982 y sólo la cerraba una semana al año en Junio. Su padre era de allí también, al igual que su abuelo y su bisabuelo. Me confirmó de manera oficial que no había plaza, ni iglesia, ni tampoco tienda en el pueblo.
—El Cigarrón viene por las tardes con su Jumper blanca (furgoneta) y trae de todo; espuma de afeitar, comida… Y también le puedes hacer encargos y te lleva lo que le pidas a tu casa.
Con mi curiosidad y mi estómago satisfechos era hora de emprender la vuelta a casa. No tenía prisa de modo que decidí regresar por la ruta más larga. Había visto en la aplicación del móvil que la carretera rural que trascurría entre campos de labores a la que llegué casualmente el día anterior daba a Verger de la Frontera. Y desde allí podría tomar la A48 conocida como Autovía de la Luz.
Todo un acierto. La carretera ascendía mostrando paisajes campestres desde los que se podía contemplar el mar. En el punto más alto me encontré con un parque eólico que ensombrecía un poco la belleza natural del entrono. Me conformé pensando que eran ventiladores gigantes instalados para refrescar los montes en verano.